El episodio de la transfiguración forma parte de los últimos acontecimientos que preceden al viaje de Jesús hacia Jerusalén. Es una preparación y un preanuncio de la gran venida del Señor al final de los tiempos. Es decir, es una voz de alerta, ya que no hay gloria sin sufrimiento, como tampoco una experiencia de Dios sin padecimientos; por tanto, no puede haber resurrección sin antes pasar por la muerte. Es cierto que el dolor y la muerte no forman parte del plan de Dios, pero en la enseñanza divina son caminos de salvación.
Moisés y Elías representan respectivamente la Ley y los Profetas. El primero es el líder de la liberación de Egipto y el segundo es el restaurador del yahvismo en el Reino del Norte. Ambos dan testimonio del Señor, y, por tanto, ahora Jesús es el líder definitivo y prefigurado en los líderes del pasado. Por eso la transfiguración es el anuncio luminoso de que Dios nunca nos abandona, sobre todo cuando las cosas no van bien. No hay que cerrarse a su presencia, ya que si lo buscamos solo en los momentos favorables entonces cómo podremos descubrir ese actuar luminoso y amoroso en las situaciones de oprobio.
Es la presencia del Padre por medio de la nube la que declara que Jesús es el elegido. La expresión “A otros salvó… que se salve a sí mismo” no hace más que confirmar esa ironía. Es decir, el Padre le confío todo a Jesús y él obedeció hasta el final. Esa decisión contrasta con la de Pedro, los otros discípulos y también con nuestra actitud. Anhelamos los momentos de “cielo”, pero sin tener que pasar por el crisol del dolor ni la muerte. Lo paradójico es que para entrar “en la nube del cielo” urge hacer el camino de liberación sin miedos ni prejuicios, aferrados a la única consigna que nos llevará hacia Dios: “este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo”.
“Desde la nube se oyó entonces una voz que decía: ‘Este es mi Hijo, el Elegido, escúchenlo’” (Lc 9, 35)
P. Fredy Peña T., ssp