La propuesta de amar a los enemigos que nos plantea Jesús parece un absurdo para los tiempos que vivimos, pero cuando amamos solamente a quienes nos aman, entonces caemos en la misma hipocresía que se entendía y se vivía casi como una virtud en el judaísmo. Jesús pide a sus discípulos que no solo sean pacientes con sus enemigos sino también que los amen. Que vayan en contra de lo que estila la sociedad e incluso la tradición religiosa (Antiguo Testamento), sin odio ni venganza.
Los imperativos de Jesús son fascinantes, pero al mismo tiempo un desafío que puede acogerse como un loable deseo, una falsa quimera o como un signo de debilidad. Normalmente, ante esta realidad, se dice: “lo que Jesús exige es un ideal inalcanzable”. En este sentido, es posible que asintamos con la cabeza porque es cierto, pero si lo afirmamos es porque no creemos suficientemente en la promesa de Dios y en la presencia de su amor. Jesús exige este amor porque él mismo lo comprobó y puso su razón de ser, es decir, amó siempre. Por eso hay que entender que el amor para Jesús es más que un sentimiento, es una motivación, una opción de vida, una decisión y moción espiritual que se nutre de la gracia divina.
El gran error que cometemos como creyentes es medir el amor de Dios según nuestro amor humano, que es limitado y egoísta. Queremos amar y ser amados, pero no estamos dispuestos a amar y aceptar a las personas con sus limitaciones o debilidades. Cuando amamos solamente a quienes nos aman, impedimos que el amor de Jesús transforme nuestras relaciones sociales. Su forma de amar rompe la reciprocidad calculadora e interesada y es ofrecido a todos, independientemente de cómo nos comportemos. Sin duda que la propuesta de amor de Jesús no es, para nada, romántica, porque invita a amar gratuitamente, a buscar el bien del otro y pagar un “costo” por ese amor.
“Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar nada en cambio” (Lc 6, 35).
P. Fredy Peña T., ssp