Al igual que Jeremías, Jesús experimentó el rechazo de sus paisanos y su intervención en la sinagoga de Nazaret fue considerada como un signo de contradicción. Su anuncio como el Mesías presagiaba que no había que esperar ni añorar el pasado, ya que el Reino de Dios había llegado en su persona. No obstante, aquella noticia de que en él se cumplía la profecía mesiánica generó más confusión y repudio por parte del pueblo, y no convenció.
Asimismo, surgieron las dudas y preguntas entre sus pares: ¿Llegó la liberación? Pero aún el pueblo sigue bajo el dominio de los romanos. ¿Este no es el hijo de José, el carpintero? ¿Este Mesías no tiene títulos académicos ni viene de una estirpe sacerdotal y aristocrática? Para el pueblo de Nazaret era imposible que Dios obrara por medio de una persona común como Jesús, cuyo origen conocían muy bien. Por esta razón lo desafían a que realice algún milagro, tal como lo hizo en tierras paganas; sin embargo, Jesús se niega a hacer portentos en favor propio. No quiere ser el ídolo del prestigio ni del poder y tampoco acepta ser acaparado ni está para los caprichos de unos pocos. Él desea que sus paisanos entiendan que la fe en el Dios “salvador” no es el resultado de un cálculo matemático de probabilidades –solo quiero cosas buenas y no las malas?, sino que la fe es confianza total en las manos de Dios y sin sucedáneos.
Jesús encontró persecución, indiferencia y la desautorización irónica de quienes se creían que estaban por encima del resto. Como creyentes, también seremos sindicados por “no” ser profetas en nuestra propia tierra. Hoy, muchos quieren ser profetas sin exigencias, sin incomodidades ni renuncias. Sin embargo, Jesús en Nazaret no se desanimó y siguió adelante con valentía. Hagamos lo mismo y aceptemos, no solo el mensaje del Mesías, sino también al mensajero y su persona.
“Pero Jesús, pasando en medio de ellos, continuó su camino” (Lc 4, 30)
P. Fredy Peña T., ssp