Con el poder del Espíritu Santo, los Apóstoles convierten a tanta gente que se ven desbordados y obligados a nombrar a siete diáconos para atender las necesidades materiales en la creciente comunidad. Entre ellos está Esteban, hombre lleno del Espíritu Santo.
Por sus milagros y su palabra se convierten muchos. Envidiosos e irritados, los jefes de la sinagoga recurren al mismo procedimiento que usaron contra Jesús: acusarlo de blasfemo y eliminarlo. Esteban los enfrenta con un irrefutable discurso sobre la historia de la salvación y los acusa de haber asesinado a Jesús, centro de esta historia (Hech 7, 2-53).
Su palabra irresistible solo pueden acallarla con la violencia: lo asesinan a pedradas. El martirio de Cristo se repite en el discípulo. Mas los jefes deben escuchar sus últimas palabras: “Veo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre a la derecha de Dios”. “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Y también la oración por ellos, sus asesinos, como la de Jesús en la cruz: “Señor, no les tomes en cuenta este pecado”.
Fue una oración que no resultó estéril, pues uno de los presentes, Saulo, se convirtió en el gran apóstol de los paganos: san Pablo.