Cuando hablamos de la misión de Jesús no se puede obviar la intervención de Juan, el Bautista. Él fue un precursor que estando en el desierto, configuró su vida al modo de Dios. La mención del desierto recuerda al éxodo, la salida de Egipto a una nueva tierra, es decir, hacia una forma diferente de vivir. Juan es el último testigo de la antigua alianza mientras que Jesús es el centro de la historia y del tiempo. Además, atesoraba una gran confianza en la llegada del Mesías.
Su predicación era un llamado a la conversión para el perdón de los pecados y su bautismo era la señal que marcaba un nuevo inicio. Este era un rito conocido en la cultura judía y se utilizaba tanto en el ámbito civil para la emancipación de un esclavo, como también en lo religioso para la conversión de un prosélito. Así, con el anuncio de Juan y la venida de Jesús se cumplen cabalmente la esperanza mesiánica de Israel y las promesas de Dios.
Aquella voz que clamaba en el desierto viene a despertar el corazón sin vida de muchos que buscan convertirse pero no saben el cómo, el cuándo ni el dónde; y otros que conocen de la misericordia de Dios pero dicen que “no necesitan convertirse ni menos confesar sus pecados”. La gran tarea actual es discernir cuál es la voz que nos lleve a comprender a Jesús para diferenciarla de otras que solo traen desesperanza y muerte.
La conversión no es solamente para los creyentes que viven sin Dios, sino también para
los que creen en Dios pero sin amistad con él. Pues esa cercanía se ha convertido en una suerte de “salvavidas”, pero solo cuando las seguridades humanas desparecen. Por eso, urge dar cabida a Jesús siempre, puesto que el Adviento es una espera dinámica, no pasiva; es decir, es un camino que sale al encuentro, no solo espera que otro venga.
“Entonces, todos los hombres verán la Salvación” (Lc 3, 6).
P. Fredy Peña T., ssp