El Salmo 26 nos ofrece la orientación para nuestra eucaristía de hoy: “Escúchame, Señor, que te llamo. Tú eres mi auxilio; no me deseches, no me abandones, Dios de mi salvación”.
Hoy pedimos perdón: por olvidar la dignidad de nuestra vocación cristiana; por nuestras omisiones, por no haber hecho el bien que podíamos hacer; por nuestra falta de compasión con la gente desposeída.
El profeta echa en cara a David su pecado. Éste lo reconoce, hace penitencia y Dios lo perdona.
Pablo afirma que Dios nos salva por su misericordia y revela que él está crucificado con Cristo y Cristo ha llegado a ser su misma vida: “Cristo vive en mí”.
El pan y el vino que ponemos sobre el altar, y que pronto será el sacramento de Cristo, quiere ser una súplica al Padre Dios: que ese alimento nunca nos falte y que esté presente en todas las mesas.
En la comunión hacemos nuestro el saludo de Jesús: “Padre Santo, guarda en tu nombre a aquellos que me has dado para que sean uno, como nosotros somos uno” (Juan 17, 11).
Hemos compartido la misma palabra, el mismo pan, el mismo cáliz, la misma oración, vayamos ahora a compartir esa riqueza con otros, especialmente con los enfermos y los más necesitados.