Jesús es interpelado con una pregunta capciosa y sale del entrevero con una novedad radical, que está por sobre lo que Moisés ordenó (Deut 24, 1-3), pues solo el hombre tenía derecho a divorciarse y debía otorgar un documento a su mujer para que pudiera casarse nuevamente. Pero la mujer no tenía esta prerrogativa. En este contexto, quienes deseaban seguir a Jesús debían lidiar con una sociedad permisiva y discriminatoria, representada por los fariseos. De hecho, la interpretación farisea de la ley no pone en discusión el derecho que el hombre tenía de divorciarse sino en qué circunstancias y por qué razones lo hace.
La ley de Moisés se redactó por el endurecimiento del corazón de su pueblo, pero la novedad de Jesús sitúa el matrimonio en la mirada unificadora de Dios. Hombre y mujer forman una unidad corpórea e indisoluble mucho más fuerte que los lazos de sangre.
Dice Jesús: “El que se divorcie de su mujer y se case con otra comete adulterio…”, lo mismo vale para la mujer. Por tanto, la responsabilidad de la separación es igual para el marido y la mujer, poniéndolos en igualdad de condiciones. Sabemos que nuestra sociedad vive situaciones muy particulares al respecto y cada caso de divorcio es doloroso, difícil y único. Antes de casarse nadie pensaría en una separación, pero en la convivencia diaria lo idílico, amoroso y tierno pasa ?razones hay muchas?, pero es evidente que ni el amor, el diálogo o la fe han sido suficientes para continuar juntos. Entonces, como se dice siempre, se apela a eso de que “se acabó el amor”.
La novedad de Jesús permitió una nueva forma de entender y asumir responsabilidades en el matrimonio, como también que este era para toda la vida. Lástima que aún esa novedad no cale hondo en quienes juran amarse hasta la muerte, ya que no terminan de entrar en la perspectiva amorosa de cómo Dios lo piensa y quiere.
“Que el hombre no separe lo que Dios ha unido” (Mc 10, 9).
P. Fredy Peña T., ssp