Jesús postula una moralidad en la que la impureza que aleja de Dios no depende de condiciones externas sino de lo que hay en el corazón del hombre y sus opciones de vida. Para los fariseos, la tradición consistía en las enseñanzas de la Torá y la tradición Oral. Ambas tenían un mismo valor y venían de Dios, pero también creaba tabúes, prejuicios y barreras con relación a los paganos. Por eso los fariseos reprochan a Jesús, porque no tiene derecho a cambiar la tradición ni menos igualarse a Dios.
En tiempos de Jesús, todo lo que se compraba en el mercado debía ser purificado, ya que se creía que estaba contaminado por alguna persona impura, como los paganos (cf. Lev 15). Que los discípulos tomaran los alimentos sin haberse lavado, para Jesús no es algo esencial. El problema no es discernir qué es lo que nos hace puros o impuros, sino qué es lo fundamental para nuestra relación con Dios. Jesús propone los mandamientos como criterio de discernimiento; es decir, todo lo que se opone a ello o limita su cumplimiento es voluntad del hombre. Con frecuencia nos dejamos llevar por lo que es considerado como deseable, necesario, moderno o actual, etcétera. Pero Jesús insiste en que el único punto de referencia válido antes de dejarnos llevar por nuestro egoísmo, en todas sus manifestaciones, es comportarnos no según las normas humanas, sino según la voluntad de Dios.
Jesús llama hipócritas a los fariseos, porque con sus obras se apartan de Dios. Se creen respetuosos de Dios, pero bajo esa apariencia se esconde todo lo oscuro y burdo de su persona. Por eso apunta al corazón del hombre, para que se oriente hacia Dios y no sea un insensato. Esa insensatez es, muchas veces, la que imposibilita hacer las cosas como Dios piensa y quiere, y no a gusto del capricho de cada uno.
“Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí” (Mc 7, 6).
P. Fredy Peña T., ssp