Es sabido que en el evangelio de Juan no se encuentra la institución de la eucaristía como en los otros evangelios, pues en la Última Cena de Jesús se narra el episodio del lavatorio de los pies y la tierna despedida de sus Apóstoles y amigos, constatándose que las primeras comunidades de Juan, probablemente, no celebraban la Cena del Señor. El motivo pareciera ser que mientras más unido a la vida y persona de Jesús, no se necesitaba de una señal externa de comunión. No obstante, el evangelio de hoy nos pone este discurso eucarístico, que mezcla temas como Yo soy el pan vivo bajado… el que come de este pan vivirá… Hay que tener presente que pan es sinónimo de “don-regalo”, la prueba mayúscula del amor del Padre por el hombre.
La identificación del pan con la Carne de Jesús horroriza a las autoridades judías y lo entienden literalmente, pensando que esta práctica era canibalismo. En el Antiguo Testamento se veía este tema (Jer 19, 9), como también la prohibición de consumir sangre (Lev 17, 14). Carne y sangre en la cultura semita denotan totalidad, integralidad, como usamos en nuestra cultura “carne y huesos” para expresar la totalidad de la persona. Por eso Jesús no atenúa, sino que refuerza la exigencia para tener vida: comer su Carne y beber su Sangre no es solo un acto de piedad, sino que es una especie de encarnación del Hijo del hombre en nuestra vida, de tal modo que nuestras acciones, palabras, sentimientos, sean semejantes a los de Jesús.
Jesús es el pan vivo bajado del cielo y solo quien crea en él tendrá Vida en abundancia y eterna. Por eso, este pan es superior al maná que comieron los padres en el desierto. El maná decía relación solo con la vida terrena y no tenía eficacia alguna para el más allá de la muerte. En cambio, el pan que Jesús es y nos da no desaparece con la muerte, porque encuentra su cumplimiento en la resurrección.
“Yo soy el pan vivo… El que coma de este pan vivirá eternamente” (Jn 6, 51).
P. Freddy Peña T., ssp