El evangelio de Marcos responde a una interrogante sobre quién es Jesús, y al mismo tiempo nos interpela, porque nos cuestiona: ¿Cómo es nuestro comportamiento con relación a su persona? La liberación del endemoniado por medio del exorcismo muestra a qué vino al mundo y también de qué forma su entorno tomaba parte de lo que decía y hacía. Curiosamente, hacer el bien puede ser malinterpretado y a Jesús le significó que lo tacharan de loco por su familia y endemoniado por las autoridades judías. Su actuación ha provocado, paradójicamente, la admiración de mucha gente, pero también el rechazo de quienes lo tildan de blasfemo: “lo que hace es por el poder del demonio y no por el poder de Dios”.
Los escribas, una vez más, han recurrido a la táctica de la descalificación para desacreditar a Jesús. Hoy, con ¡cuánta! prontitud se cae en esta actitud. Caminamos por la cornisa de la blasfemia y la calumnia. Te afanas en conservar tu honra y basta un error para que la pierdas. A Jesús había que desmoralizarlo, acusándolo de que expulsaba los demonios, ayudado por el propio Satanás. La delación en contra de Jesús es grave, ya que es un pecado contra el propio Espíritu Santo. Pero él destrona todo argumento: ningún reino o clan familiar puede mantenerse unido si adolece de divisiones internas. Por eso condena a los escribas, porque no creen que el Espíritu Santo esté obrando por medio de su persona.
Los escribas de nuestro tiempo se cierran a la acción de Dios, impidiendo que su misericordia los alcance; sin duda, no buscan pertenecer a la familia de Jesús. Por lo tanto, no existen derechos adquiridos que nos incorporen a su familia, porque no lo merecemos. No obstante, el Señor nos pide un solo requisito: “Hacer la voluntad de su Padre”.
“Porque el que hace la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”, Mc 3, 35.
P. Freddy Peña T., ssp