Más allá de describir lo que pasó después de la Pascua, el evangelio destaca la continuidad que hay entre Jesús y sus discípulos. El Espíritu que inspiró y obró en Jesús es comunicado a quienes lo siguen. El mismo Espíritu que sostuvo la lucha de Jesús para realizar el proyecto de Dios, actúa también ahora en su Iglesia. Jesús se presenta en medio de la comunidad y es la razón de ser para esta. Su saludo de paz, conocido como shalom, representa la plenitud de los bienes mesiánicos. Solo él puede dar la paz porque ha vencido a la muerte y al mundo.
No obstante, los discípulos se encuentran con las puertas cerradas y como no tienen el Espíritu de Jesús, conforman una comunidad timorata y calculadora. Están presos del mismo temor que experimenta cada creyente cuando pierde la confianza en Dios y las vicisitudes de lo cotidiano van desgastando la vida de fe, que no contagia ni entusiasma a nadie.
Jesús quiere regalarnos aquella paz dada a los suyos en Pentecostés. Esa paz que no carece de fundamento, puesto que su fe ha sido probada cada vez que ha cumplido con la voluntad de su Padre. Por eso el Señor conoce y entiende nuestra fragilidad humana, él la vivió y asumió.
Superado el miedo, la comunidad creyente se siente con las fuerzas para anunciar al Señor y recobra la alegría por ser los continuadores de la obra de Jesús: “Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes…”. Ahora será el Espíritu Santo quien dará vida, amor y perdón a los creyentes. Tendrán que administrar estos dones pero no de una forma caprichosa y egoísta, sino al modo de Jesús: humilde y misericordioso. Esta misericordia solo será creíble en la medida que este poder de perdonar los pecados sea fiel reflejo del perdón de Dios.
“¡La paz esté con ustedes! Como el Padre me envió a mí, yo también los envío a ustedes…”
Jn 20, 21. P. Freddy Peña T., ssp