Todo el pasaje de este evangelio (Juan 10) se encuentra en el contexto de una fiesta que era la dedicación del templo, en la cual se conmemoraba el regreso de los desterrados en Babilonia, año 515 a. C. De alguna manera, el templo es el corral donde Jesús –como Buen Pastor- guarda las ovejas y las saca, porque los líderes injustos y explotadores mantenían al pueblo sumiso en nombre de Dios.
La figura del pastor era familiar para el pueblo del Israel y despertaba un ejemplo de lucha y trabajo. Su tarea era dura, ya que no tenía momentos de reposo. En pleno siglo XXI, ¿qué puede significar esa imagen bucólica? Por lo pronto, la imagen del pastor que acumula, manipula y somete es más atractiva. Hoy, nadie quiere ser tenido por oveja y son pocos los que –como pastores- se responsabilizan de sus ovejas.
El pueblo de Israel se comparaba con un rebaño protegido de día y de noche por la atención amorosa de Dios. Sentía que sus dirigentes (reyes, profetas y religiosos) eran como pastores puestos por disposición de él. Jesús sostiene que solo él es ese pastor, porque marca la diferencia con los malos pastores, que solo buscan su propio interés y se benefician sometiendo a los más débiles o al pueblo. El Buen Pastor no es un mercenario al que solo le interesa la ganancia de su tarea y que nunca se expone en beneficio de su rebaño.
Jesús es el Buen Pastor que conoce a sus ovejas y ellas lo reconocen. En la Biblia “conocer” no coincide solo con el ámbito intelectual, sino que es conocer y amar. Cada persona es única para el Buen Pastor. Pero también es un conocimiento recíproco, ya que el creyente no se adhiere a una ideología, códigos o reglamentos, sino que cree por un vínculo recíproco de amor, que se da entre el Buen Pastor y su oveja.
“Mis ovejas escuchan mi voz, yo las conozco y ellas me siguen” Jn 10, 27.
P. Fredy Peña T., ssp