Jesús les demuestra a sus discípulos que los escribas y fariseos se presentan como los únicos intérpretes de Moisés y promueven una religión de lo puro y lo impuro, “ensanchan sus filacterias…” (cajas negras de pergamino con enseñanzas de la ley) durante la oración de la mañana. Los judíos las llevaban como signo de personas comprometidas con el proyecto de Dios, pero que no incidía en un compromiso sincero.
Cuando Jesús dice que a nadie se debe llamar padre o maestro, no lo tomemos al pie de la letra. Él no quiere restringir el uso lingüístico externo, sino la actitud interior; es decir, quien se autoacredita con autoridad de maestro, se desautoriza a sí mismo y desacredita sus enseñanzas, si sus palabras y hechos se contradicen.
Jesús pone en evidencia un comportamiento falso de las autoridades de la época: Proponen una serie de “enseñanzas”, pero en su conducta no consideran lo esencial: “la justicia, la misericordia y la fidelidad”. No hacen el bien por amor a Dios sino para ser vistos por los hombres y solo satisfacer su ego personal.
En una sociedad individualista como la nuestra, este tipo de actitudes erróneas terminan por destruir cualquier institución o comunidad. Toda forma de diversidad y de superioridad comporta el peligro de ser realzada para figurar y encaramarse sobre los demás, si no es bien encausada. A veces se dan estas pretensiones y son vulneradas por aquellos que usan la propia misión de maestro para ensalzar su persona. La pretensión de ser reconocidos siempre es más fuerte. Los discípulos de Jesús han de enseñar pensando en su relación con él, reconociéndose y comportándose como hermanos de igual dignidad, antes de que se les llame “maestro”.
“El más grande entre ustedes será el que los sirva…” Mt 23, 11.
P. Fredy Peña T., ssp