No es de extrañar que Jesús jamás se rehusara o rechazara una invitación a comer, ni menos que le importara quiénes lo iban a agasajar. Esta actitud sincera le trajo más de algún problema. Los que lo criticaban no entendían que sanara a pecadores y comiera con ellos. En las comidas, Jesús constató que el símbolo de nuestra unión final con él era el vínculo del amor.
La parábola de la boda recuerda la alianza de Dios con su pueblo y participar en ella implica comprometerse con la práctica de la justicia. Los invitados que se excusaron son los líderes del pueblo y los primeros responsables de una sociedad que no es justa ni fraterna. Suelen tener una delicadeza muy fina para eludir los compromisos y manipular las cosas a su gusto. En este banquete real quien no esté con el traje de fiesta adecuado no podrá entrar. Ese traje era el nombre que se le daba al vestido del novio, y particularmente al de la novia. En el lugar de la novia estamos representados todos los creyentes que queremos vestir el traje de la justicia.
Jesús nos invita a su mesa para una comunión gozosa. Si decimos que “no”, podremos ser personas exitosas y obtener todo en la vida. Pero ese “no”, clausura toda posibilidad de vivir en la alegría y en el amor de los hijos de Dios. Comportarnos de modo irracional, desatendiendo la llamada de Dios, nos lleva a una vida sin sentido y vacía.
Cuando la llamada de Dios deja a pocos escogidos es porque no estamos preparados para la comunión con él. La expresión “muchos son los llamados…” no pretende entregar el número de los que alcanzan la meta ni tampoco es para desalentar y caer en la resignación, sino que es una advertencia a no jactarnos de nuestras seguridades; y Jesús quiere abrir nuestros ojos. Su visión hace posible en nosotros aquel obrar con el que ganamos el traje para la boda.
“Porque muchos son llamados, pero pocos son elegidos” Mt 22, 14.
P. Fredy Peña T., ssp