No hay ocasión en los evangelios donde no aparezca una referencia con relación a la necesidad de perdonar a los que nos han ofendido. Jesús nos dice que para entrar en el Reino de los Cielos se debe superar la justicia de los doctores de la ley y de los fariseos. En la parábola del rey, si el empleado hubiera sido sentenciado, habría sido vendido como esclavo, junto a su mujer e hijos. Este rey podría haber sido más implacable. Sin embargo, tuvo compasión y le perdonó la deuda.
La pregunta de Pedro manifiesta un perdón “cuantificado” hasta solo “siete” veces, es decir, hay una buena voluntad que supera la justicia de los hombres, pero no la de Dios. Jesús nos indica que el perdón no es cuestión de cantidad sino de cualidad. Si no es total y continuo, no es perdón. La deuda que reclama el servidor perdonado a su compañero es irrisoria, no tuvo compasión y lo condenó a la cárcel sin posibilidad alguna de reivindicarse.
¿De qué manera condenamos las ofensas recibidas? Nuestro orgullo y amor propio se sobreponen a la capacidad de perdonar. Impedimos que los demás sean libres y los confinamos a la cárcel de la indiferencia. Preferimos ahondar en la ofensa o el daño que hemos sufrido por parte de nuestro prójimo y nos olvidamos de que Dios sabrá dar a cada uno según la medida de sus sentimientos e intenciones.
En el Padrenuestro decimos: “Como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”. Al pedir a Dios esto, tal vez él podría haber considerado esta condición: “que nos perdone solo en la medida en que ya hayamos perdonado a los que nos han ofendido”. No estaría mal pensar que nuestro “deber” de perdonar es tan vinculante y esencial, que Jesús pudo habernos enseñado a rezar así: “No nos perdones si no hemos perdonado nosotros”. Pero, no: “… hasta setenta veces siete”, es decir, “siempre”.
“Jesús le respondió: No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete”, Mt 18, 22.
P. Fredy Peña T., ssp