La mayor sorpresa de la Navidad es que Dios omnipotente llega a la Tierra con la debilidad de todos los mortales.
Jesús nace bebé, débil y pobre. Como queriendo confundir a los poderosos y grandes de este mundo, que están siempre cuidando la imagen. Por eso los sentimos lejanos y extraños. En cambio, un bebé está al alcance de todos, porque necesita de muchos cuidados. En cualquier familia donde hay un bebé, él es quien manda: impone horarios, cambia costumbres, condiciona traslados… Un bebé reina en su debilidad.
El Señor Jesús, al nacer como niño, anuló la distancia entre él y nosotros, porque se hizo uno como nosotros. No nos salvó desde lejos, desde arriba, sino desde nosotros mismos. Vino a compartir todo con nosotros: enfermedad, hambre, exilio, trabajo, alegrías, frío, risas, amor, lágrimas y hasta la misma muerte. Es un Dios-hombre, hermano, que nos comprende y nos ama. La mejor noticia es que vino a cambiar nuestra historia. El calendario universal, al menos en Occidente, se rige a partir de un antes y un después del nacimiento de Cristo.
Su paso por este mundo cambió la forma de pensar en la sociedad, las relaciones humanas, la justicia, el amor, la muerte. Si hoy hay más dignidad en el mundo para los débiles y desamparados, se debe mucho al evangelio de Jesús.
Desde el pesebre hasta la cruz, todo será anuncio de la mejor noticia: se puede y se debe construir un mundo, según el plan amoroso de Dios y no según las tendencias egoístas del hombre.
Por eso, todos los que creemos en la divinidad del recién nacido hoy hacemos fiesta, porque nunca nos han anunciado una noticia mejor.
“Les traigo una buena noticia, una gran alegría para todo el pueblo” (Lc 2, 10).
P. Aderico Dolzani, ssp.
(Liturgia Cotidiana de diciembre, Sábado 24, Misa de la noche)