La riqueza del cristiano es la palabra de Dios. Es ella la que ilumina y da sentido a todo. En esta eucaristía nos disponemos a escucharla con la humildad y la sencillez del discípulo de Jesús.
Pedimos perdón por las veces que no hemos agradecido de verdad la palabra de Dios, que se nos da en tanta abundancia; por las veces que la hemos desoído, engañando nuestra conciencia; por no haberla anunciado y compartido.
El mandamiento de Dios está muy cerca de nosotros, no hay que buscarlo lejos: está en nuestros labios y en nuestro corazón para que podamos cumplirlo.
Pablo nos regala un extraordinario himno cristológico: Cristo Jesús es imagen visible de Dios, cabeza de la Iglesia, el primer resucitado, pacificador del universo entero.
Leemos hoy una de las páginas más conmovedoras, más cuestionadoras, más inspiradoras y comprometedoras del evangelio: la parábola del samaritano. Cada uno de nosotros debe hacerse prójimo –cercano– de los hermanos, especialmente de los más necesitados.
Los dones, de la Iglesia orante, los ponemos hoy sobre el altar, para que, consagrados,promuevan la santificación del cristiano.
El mejor comentario nos lo ofrece san Juan: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él”.
Salimos de la eucaristía reconfortados con el cuerpo de Cristo y con la palabra salvadora; y asumimos el compromiso de ser mensajeros y testigos de Jesús ante la gente.