Jesús lleva a los discípulos lejos de la agitación de la vida cotidiana y no se transfigura en una plaza pública o en algún lugar concurrido. Pedro, Santiago y Juan entendieron que la transfiguración era una experiencia que escapaba a lo ordinario y sensacionalista. Por eso que a Jesús lo que más le interesa es que esa vivencia transforme a sus discípulos en lo más profundo de su corazón. No se trata de que el Señor deba hacer la experiencia de algo nuevo, sino que son ellos los que deben ahondar en la confianza hacia él.
En la transfiguración, con Jesús, aparecen Moisés (la Ley) y Elías (los Profetas). Ambos, habían tenido la experiencia del paso de Dios. Moisés como el caudillo de la liberación de Egipto y Elías como el restaurador del yavismo en el reino del Norte. Sus apariciones corroboran que Jesús es el líder definitivo, prefigurado del pasado y que ahora viene a iluminar al hombre.
Con la transfiguración, Jesús muestra que es poseedor de la gloria divina, pero que también él es el anuncio esperanzador de que Dios está cerca de sus hijos. El gran error como creyentes es pensar que por el solo hecho de “creer y seguir a Jesús” ya estamos exentos de dificultades. Muchas veces perdemos hermosas ocasiones, tal vez las mejores instancias, para percibir que Dios es esa presencia clarificadora que nos acompaña y sostiene en la adversidad.
La invitación hecha a Pedro, Santiago y Juan es extensiva para todo el que cree. Fraguar nuestra esperanza en Jesús es la mejor forma de discernir lo que el propio Jesús provocó en la transfiguración: una auténtica transformación. Dejarse transformar por Jesús permite abrir nuestros ojos a sus obras e ilumina nuestra fe de cara al misterio de su sacrificio en la cruz.
“Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo” Mc 9, 7.
P. Fredy Peña T., ssp