Hoy todo se compra y se paga, y parece que la propia sensación de dignidad depende de cosas que se consiguen con el poder del dinero. Solo nos urge acumular, consumir y distraernos, presos de un sistema degradante que no nos permite mirar más allá de nuestras necesidades inmediatas y mezquinas. El amor de Cristo está fuera de ese engranaje perverso y solo él puede librarnos de esa fiebre donde ya no hay lugar para un amor gratuito. Él es capaz de darle corazón a esta tierra y reinventar el amor allí donde pensamos que la capacidad de amar ha muerto definitivamente.