Ninguna fiesta como Pentecostés nos recuerda que “nosotros somos Iglesia”, somos la Iglesia. La liturgia nos ofrece una oportunidad única para revivir nuestra vocación misionera.
Por las veces que hemos desoído la voz del Espíritu. Por haber olvidado el compromiso misionero de nuestra confirmación. Por haber rechazado el amor renovador del Espíritu Santo.
De este relato deducimos que la venida del Espíritu Santo da comienzo a la misión de la Iglesia en el mundo, hasta hacer de él una sola familia.
La vida en el Espíritu es la vida en Dios, alejada del pecado y de todo mal deseo; es la que nos lleva a reconocer a Dios como Padre (Abbá) e ir a compartir su gloria.
El Espíritu Santo es el que santifica los dones del pan y del vino; al ofrecerlos hoy, pedimos que ese mismo Espíritu reúna a todos los pueblos en derredor del único altar.
En el momento de la comunión hoy suplicamos: Espíritu divino, “borra nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos, y cura nuestras heridas”.
Con Pentecostés comienza el “tiempo de la Iglesia”. Enviada a evangelizar a todo el mundo, el Espíritu de Jesús la guía y acompaña, hasta el fin. La Iglesia somos nosotros. ¡No lo olvidemos!