Queridos amigos, en el mes de agosto celebramos a San Alberto Hurtado. Al meditar en su vida descubrimos que la caridad cristiana sana nuestros corazones. Amar y servir nos hace mejores personas, ensancha nuestro espíritu y nos libra de la comodidad, la indiferencia y el egoísmo.
La caridad cristiana tiene una doble vivencia: Amar a Dios sobre todas las cosas (Dt 6, 4-5), y amar al prójimo como Cristo nos ha amado (Jn 13, 34).
El pueblo hebreo guarda íntimamente en su corazón, como su memoria e identidad, el amor a Dios: “Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, sólo el Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Dt 6, 4-5). “Se lo repetirás a tus hijos, se lo dirás tanto si estás en casa como si vas de viaje, cuando te acuestes y cuando te levantes” (Dt 6, 7).
Jesús funde el mandamiento de “Amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza” (Mc 12, 30), con el amor al prójimo: “y el segundo es semejante: amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22, 39). Estos dos anhelos de Jesús, son el alma de nuestra vocación y señal de verdadera vida cristiana.
¿Cómo estamos viviendo el doble mandamiento de la caridad? ¿A quién, o quienes me es más difícil amar?
El hombre de hoy necesita conocer el amor divino, a través de un corazón de carne, a través de tú corazón, y de mí corazón. El amor de Cristo se convierte en norma de la nueva ley: el mandamiento nuevo, su mandamiento: “Este es el mandamiento mío: que se amen los unos a los otros” (Jn 15, 12).
¿Mis acciones, palabras y estilo de vida, dejan traslucir el amor cristiano? ¿Soy selectivo en el amor: a estos sí, pero a aquellos no?
Siempre estamos tentados a amar más a los que me quieren y que pertenecen a mi círculo o grupito y a descuidar el amor debido a todos por igual. “Si ustedes aman solamente a quienes los aman, ¿qué recompensa van a tener? Y si saludan a sus hermanos solamente, ¿qué hacen de particular? ¿No hacen eso mismo también los gentiles?” (Mt 5, 46-47).
No separemos lo que Cristo ha unido, tampoco lo confrontemos u opongamos, más bien, pidamos con humildad todos los días crecer en la caridad, aprender a amar y perseverar en el amor.
El discernimiento espiritual se fundamenta en el amor. No pocas veces nos cuestionará y complicará. A este respecto el Apóstol nos advierte: “…No es de Dios… el que no ama a su hermano… Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve” (1 Jn 3, 10; 4, 20).
Un doctor de la ley preguntó a Jesús: “¿Quién es mi prójimo?” (Lc 10, 29), y Él le propuso la parábola del buen samaritano. Ayudémonos a hacernos prójimos unos con otros, no distantes ni desinteresados, aprendamos a acercarnos a cada hermano como lo hizo el samaritano, especialmente al más vulnerable y débil. Porque para los sanos, ricos y agradables ya hay muchas personas dispuestas a amarlas, pero, al pobre, enfermo o rechazado ¿quién desea servirlos, aún más, dar la vida por ellos?
Que tu vida sea siempre luz y testimonio de caridad cristiana, así el hombre de hoy reconocerá que el Evangelio sigue vivo en nuestros corazones.
A nuestra Madre Santísima, Madre del amor hermoso, y a San Pablo heraldo de la caridad nos encomendamos.
Con el afecto de siempre.
José Antonio Atucha.