Nos reunimos una vez más en la casa de Dios para compartir la oración, la palabra de Dios y el sacramento. Hacemos memoria de Jesús, nuestro único salvador.
Por habernos apegado tanto a los bienes terrenos hasta olvidar los eternos. Por haber olvidado el amor de Dios y de los hermanos. Por no haber compartido los dones recibidos en nuestra vida.
Pedimos al Padre Dios, que nos ha amado primero, que infunda siempre más su amor en nosotros.
Primera lectura: Isaías 56, 1.6-7.
El profeta recuerda que Dios llama a todos los pueblos a la salvación y no sólo a los judíos. Su templo se llamará: “Casa de oración para todos los pueblos”.
Segunda lectura: Romanos 11, 13-15.29-32.
Pablo afirma que los dones de Dios son irrevocables: Él es fiel a sus promesas, a su misericordia y espera el retorno de Israel.
Evangelio: Mateo 15, 21-28.
Mateo relata la súplica y la fe de la mujer cananea. El mismo Jesús proclama: ¡Mujer, qué grande es tu fe!, y le otorga el milagro.
Con el pan y el vino, llevados al altar para ser consagrados, devolvemos al Señor sus dones y le pedimos que se nos dé él mismo.
Unidos a Cristo en la intimidad de su amor, oremos confiados: “Del Señor viene la misericordia, la redención copiosa” (Salmo 129, 7).
Hemos participado en la fiesta dominical, sea nuestro empeño continuarla en nuestra vida y contagiar a otros con la presencia salvadora de Jesús.