Durante la Última Cena, en la intimidad, Jesús revela a los suyos que morirá, resucitará, que se irá y volverá; y que además, estará presente con ellos hasta el fin del mundo. En el cierre de la velada, les regala la paz, Shalom, en hebreo, una palabra muy utilizada y conocida en su tiempo. Era el saludo cotidiano, la expresión de un buen deseo y bendición, era la esperanza del pueblo que vivía tiempos de tiranías.
Esta palabra evoca también a Gedeón que había levantado un altar a “Yahvéh Shalom”, es decir, Yahvéh de la paz; al rey ideal del Antiguo Testamento, Salomón, “el pacífico”; a Isaías que había anunciado un Mesías de paz, y al libro de la Sabiduría que había añadido un contenido nuevo a la palabra: “las almas de los justos descansan en paz”.
Cuando Jesús comunicaba la paz a sus discípulos, encontraba en ellos un eco muy profundo, no como hoy que la palabra choca con una cultura simplificadora que contrapone la paz a la guerra. En nuestro lenguaje, la paz, significa una situación tranquila, ordenada, a veces sin distinguir entre una paz impuesta y fruto de tratados, y el don de la paz interior de las personas, de las familias, de los grupos y de las comunidades.
La paz, como ausencia de guerra y de conflictos, es una paz muy frágil. De hecho, se rompe fácil-mente por venganzas, viejos rencores, guerras y violencias.
Vivimos en un mundo de exi-gencias, tensiones, violencias e imposiciones. En nuestro tiem-po, la paz es realmente escasa, y las enfermedades del alma –estrés, neurosis, depresiones y miedos– abundan.
La paz de Cristo es el fruto de su presencia en nosotros porque su gracia recompone el orden interior de nuestra persona. No nos soluciona los problemas ni nuestros límites se borran. Pero con su presencia nada nos atemoriza.
P. Aderico Dolzani, ssp.
En el camino e la Pascua, las lecturas bíblicas nos van mostrando –cada vez más– el protagonismo que tiene el Espíritu Santo. Nuestra celebración es una ocasión privilegiada para acoger al Señor resucitado y el don de su Espíritu que se nos regala en la Palabra de Dios, en el Sacramento de la Eucaristía y en los hermanos.
El relato del Concilio de Jerusalén -el primero en la historia de la Iglesia- revela la existencia de problemas entre los creyentes, pero también la presencia liberadora del Espíritu.
Lectura de los Hechos de los Apóstoles. Algunas personas venidas de Judea a Antioquía enseñaban a los hermanos que si no se hacían circuncidar según el rito establecido por Moisés, no podían salvarse. A raíz de esto, se produjo una agitación: Pablo y Bernabé discutieron vivamente con ellos, y por fin, se decidió que ambos, junto con algunos otros, subieran a Jerusalén para tratar esta cuestión con los Apóstoles y los presbíteros. Entonces los Apóstoles, los presbíteros y la Iglesia entera, decidieron elegir a algunos de ellos y enviarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas, llamado Barsabás, y a Silas, hombres eminentes entre los hermanos, y les encomendaron llevar la siguiente carta: «Los Apóstoles y los presbíteros saludamos fraternalmente a los hermanos de origen pagano, que están en Antioquía, en Siria y en Cilicia. Habiéndonos enterado de que algunos de los nuestros, sin mandato de nuestra parte, han sembrado entre ustedes la inquietud y provocado el desconcierto, hemos decidido de común acuerdo elegir a unos delegados y enviárselos junto con nuestros queridos Bernabé y Pablo, los cuales han consagrado su vida al nombre de nuestro Señor Jesucristo. Por eso les enviamos a Judas y a Silas, quienes les transmitirán de viva voz este mismo mensaje. El Espíritu Santo, y nosotros mismos, hemos decidido no imponerles ninguna carga más que las indispensables, a saber: que se abstengan de la carne inmolada a los ídolos, de la sangre, de la carne de animales muertos sin desangrar y de las uniones ilegales. Harán bien en cumplir todo esto. Adiós».
Palabra de Dios. R. Te alabamos, Señor.
R. A Dios den gracias los pueblos, alaben los pueblos a Dios.
El Señor tenga piedad y nos bendiga, haga brillar su rostro sobre nosotros, para que en la tierra se reconozca su dominio, y su victoria entre las naciones. R.
Que todos los pueblos te den gracias. Que canten de alegría las naciones, porque gobiernas a los pueblos con justicia y guías a las naciones de la tierra. R.
¡Que los pueblos te den gracias, Señor, que todos los pueblos te den gracias! Que Dios nos bendiga, y lo teman todos los confines de la tierra. R.
Con el simbolismo de la luz, san Juan nos presenta la ciudad celestial que no necesita de santuario, porque el mismo Dios es su santuario.
Lectura del libro del Apocalipsis. El Ángel me llevó en espíritu a una montaña de enorme altura, y me mostró la Ciudad santa, Jerusalén, que descendía del cielo y venía de Dios. La gloria de Dios estaba en ella y resplandecía como la más preciosa de, las perlas, como una piedra de jaspe cristalino. Estaba rodeada por una muralla de gran altura que tenía doce puertas: sobre ellas había doce ángeles y estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel. Tres puertas miraban al este, otras tres al norte, tres al sur, y tres al oeste. La muralla de la Ciudad se asentaba sobre doce cimientos, y cada uno de ellos tenía el nombre de uno de los doce Apóstoles del Cordero. No vi ningún templo en la Ciudad, porque su Templo es el Señor Dios todopoderoso y el Cordero. Y la Ciudad no necesita la luz del sol ni de la luna, ya que la gloria de Dios la ilumina, y su lámpara es el Cordero.
Palabra de Dios. R. Te alabamos, Señor.
Aleluya. «El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará e iremos a él», dice el Señor. Aleluya.
Un pequeño compendio de vida trinitaria: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo irán a vivir en quien ama a Jesús y cumple su palabra.
Evangelio de nuestro Señor Jesucristo según san Juan. Durante la Última Cena, Jesús dijo a sus discípulos: El que me ama será fiel a mi palabra, y mi Padre lo amará; iremos a él y habitaremos en él. El que no me ama no es fiel a mis palabras. La palabra que ustedes oyeron no es mía, sino del Padre que me envió. Yo les digo estas cosas mientras permanezco con ustedes. Pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi Nombre, les enseñará todo y les recordará lo que les he dicho. Les dejo la paz, les doy mi paz, pero no como la da el mundo. ¡No se inquieten ni teman! Me han oído decir: «Me voy y volveré a ustedes». Si me amaran, se alegrarían de que vuelva junto al Padre, porque el Padre es más grande que Yo. Les he dicho esto antes que suceda, para que cuando se cumpla, ustedes crean.
Palabra del Señor. R. Gloria a ti, Señor Jesús.
El Espíritu Santo hay que pedirlo con la intención de recibirlo y de dejarse conducir por él, ¿es así como pido el don del Espíritu Santo? El Espíritu Santo hace testigos audaces en el mundo, ¿es así como doy testimonio de mi fe y de mi vida de católico ante los que no conocen al Señor?
M. Elevemos con confianza nuestras suplicas al Padre, que en su Hijo, muerto y resucitado, nos ha querido conceder todos los bienes necesarios para nuestra salvación.
1.- Por la Iglesia en el mundo entero, por todos los que estamos llamados a ser testigos del Señor Jesús resucitado. Roguemos al Señor.
R. Escúchanos, Señor, te rogamos.
2.- Por el papa Francisco y nuestro obispo N., que sean pastores valientes y testigos audaces del Señor Jesús. R.
3.- Por todos los que tienen autoridad, especialmente por los católicos que dan testimonio de su fe en el servicio público. R.
4.- Por los que se sienten solos, abandonados o no sienten el amor de quienes los rodean; para que no desesperen en el dolor y la tristeza. R.
5.- Por nosotros, por nuestros familiares y amigos, por nuestros compañeros de trabajo o de estudio. R.
(Se pueden añadir otras peticiones de la comunidad)
M. Al hacer memoria del acontecimiento central de nuestra salvación, queremos que atiendas las suplicas de todos los que hemos creído en tu Hijo, Jesucristo, que vive y reina contigo.
Para las Asambleas Dominicales en Ausencia del Presbítero (ADAP) y la comunión de enfermos.
M. Te alabamos, Señor, porque no cesas de custodiar a tus discípulos que permanecen en tu amor por la acción del Espíritu.
R. ¡Bendito seas, Señor Jesús, que tanto nos amas!
1.- Señor Jesús, nos amas tanto que no nos dejas solos en ningún momento de nuestra vida. R.
2.- Señor Jesús, nos amas tanto que nos das tu mismo Espíritu para que él nos defienda y nos consuele. R.
3.- Señor Jesús, nos amas tanto que nos envías a nuestro mundo para que seamos un signo vivo de tu amor para todas las personas. R.
M. Padre, en el Señor Jesús nos has entregado tu amor para que vivamos como hijos tuyos. Confiadamente te decimos junto con Jesús: Padre nuestro…
Juntos cantando la alegría/ Cristo el Señor resucitó/ Este es el día, Señor/ Y yo le resucitaré.