P. Fredy Peña T., ssp
Dice la oración colecta de hoy: “Llena, Señor, nuestro corazón de gratitud y de alegría por la gloriosa ascensión de tu Hijo, porque su triunfo es también nuestra victoria, pues a donde llegó Él, tenemos la esperanza cierta de llegar nosotros…”. El Señor Jesús, resucitado, es el exaltado por el Padre, el Mediador, Cabeza de nuestra Iglesia y total esperanza. A pesar de estos títulos y reconocimiento, donde el Resucitado se aparece a María Magdalena y a los Once, no es suficiente para que despeje todo acervo de “incredulidad” de los propios discípulos. Sin embargo, el Señor sigue contando con ellos y también, con todo creyente, que aún cree en la propagación de la Buena Noticia a toda la humanidad.
Es aquí donde también comienza nuestra propia misión –como discípulos– de “llevar, contagiar, animar y dar a Dios a los demás”. Él nos llama a predicar el evangelio con un ardor de caridad que nos obliga a dar fe de lo que hemos creído, encontrado y a ¡quién hemos encontrado! Porque detrás de la soledad, del dolor y el fracaso de Jesús se esconde su verdadero triunfo. Es decir, el triunfo del Mesías, a quien un pagano, al verlo en la cruz y morir, lo reconoce como “Hijo de Dios”. Ahora bien, ¿qué nos diferencia a nosotros de los Apóstoles, si decimos tener la misma fe, caridad y doctrina? Sin duda que el amor apasionado por Cristo llevó a los santos y a los mártires a considerar todo por basura comparado con el amor de Cristo, pero si somos honestos, no tenemos las virtudes de ellos.
Por eso, la Ascensión del Señor es despedida del tiempo pascual; pero es también, tiempo de elevación o glorificación que nos conduce a una “promesa”. Promesa que nos recuerda que el arribo de Jesús al cielo no es únicamente un “retorno”, sino que “media” por su Iglesia. Porque el que crea y se bautice se salvará…; es decir, la voluntad de Dios es que todos los hombres se salven y, por supuesto, no quiere que ninguno se pierda. Por eso, ninguno puede sentirse seguro de la salvación, porque no basta solo con creer. Antes bien, el buen discípulo de Jesús procura que otros también puedan conocer a Dios y salvarse.
“Ellos fueron a predicar, y el Señor los asistía y confirmaba su palabra con los milagros que la acompañaban” (Mc, 16, 20).