El coloquio de Nicodemo con Jesús nos da a entender que para participar en el Reino de Dios es necesaria una vida nueva, pero esta no la podemos proporcionar nosotros mismos, ya que se nos regala en el propio bautismo. En efecto, nacer de nuevo no se trata de una simple “conversión”; es más que eso para Jesús, pues significa creer en los signos y prodigios que él realiza. Es como salir de la ley al Evangelio o de la condición servil a la libertad de los hijos de Dios.
Nicodemo se muestra disponible para Jesús y lo reconoce como Mesías, pero duda. ¿Quién es este Mesías que viene a renovar la Alianza y el Templo? Jesús era el Mesías, pero un Mesías que para las autoridades religiosas no satisfacía sus expectativas, ya que esperaban a uno poderoso que exterminara a los malvados y premiara a los buenos. Lastimosamente, estos nunca entendieron su mesianismo ni para qué vino al mundo. Jesús es el “Salvador”, cuya crucifixión es una oferta de vida que se acepta en la fe donde algunos se abren a esta luz, pero otros se cierran en las tinieblas y terminan rechazándolo.
Desde el mesianismo de Jesús, la Cruz se convierte en el símbolo del ilimitado amor de Dios. Cuántas veces experimentamos ese amor en una buena noticia, en la atención prestada, el tiempo gastado en favor de otro, la superación de una crisis o la sanación de una enfermedad. Este es el real amor de Dios que no se busca a sí mismo, sino que sacrifica lo más querido, su propio Hijo. Por eso considera tan necesario librarnos de toda cerrazón. Lamentablemente no todo depende de Dios, porque en ese “conducirnos” o “salvarnos” actúa nuestra libertad. Dios no realiza la salvación sin nosotros ni contra nuestra voluntad. Porque la decisión de salvarnos estriba en que si como creyentes nos abrimos y tomamos en serio el amor que Dios nos tiene.
“Porque Dios no envió a su Hijo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él” (Jn 3, 17).
Fredy Peña Tobar, ssp.