Jesús se dirige a sus discípulos y les hace ver las exigencias que implica seguirlo. Según la costumbre de la época, el administrador podía dar préstamos con los bienes de su señor; como no era remunerado, este se pagaba aumentando, en el recibo, la cuantía de los préstamos. Luego, a la hora del reembolso, se quedaba con la diferencia como parte de su beneficio. La enseñanza de la parábola del administrador infiel sirve para discernir no solamente el uso insensato o sensato de los bienes, sino también la “administración” concreta de la propia vida.
El administrador infiel, conocedor de su oficio, termina por ser elogiado y, más aún, invita a obrar como él. Este pudo entender que los bienes materiales se han de manejar por lo que son, es decir, según su naturaleza, que es la de ser un “don”. El cambio radical que hace el administrador infiel se traduce en una mutua ayuda y participación. Atrás quedó la mirada egoísta y avara de la acumulación para desistir de toda ganancia; y no solo eso, se hace de amigos que, tarde o temprano, le devolverán la mano.
En una sociedad consumista como la nuestra, urge ser más desprendidos, como el administrador infiel, que pudo deshacerse de lo ilícito y de lo lícito con tal de ganar una conciencia tranquila y mejorar sus relaciones, pues se privó de lo que era suyo para beneficiar a otros. Por eso el discípulo de Jesús que no es generoso, que no sabe compartir, no es digno de confianza y no puede decidirse por el Señor, porque los bienes son un don de Dios que demandan solidaridad y no atesoramiento.
Esa astucia realizada por el administrador infiel es la sabiduría que muchas veces falta a los hijos de la luz, porque capacita a todo creyente a una nueva forma de vincularse: no desde la mirada egoísta sino desde la donación y la misericordia.
“Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro” (Lc 16, 13).
P. Fredy Peña T., ssp