Dice san Agustín, aludiendo a la muerte y a la resurrección de Cristo: ¿dónde está la muerte? Búscala en Cristo, pues ya no existe; existió, pero murió allí… Tengan buen ánimo, que morirá en nosotros. En efecto, Dios nos concedió el don de la resurrección de su Hijo, que es gracia y primicia de nuestra propia resurrección. Al resucitar, Jesús nos saca de nuestra desgracia, porque él no resucitó para sí, sino para todo aquel que todavía confía en que la muerte no tiene la última palabra.
Las primeras apariciones de Jesús resucitado a sus discípulos, en el cenáculo y luego ocho días después, manifiestan de qué manera la fe de estos se transforma por fuerza del Espíritu Santo. Porque la resurrección de Cristo trae consigo la paz, la alegría Pascual, al mismo Espíritu Santo y el perdón de los pecados. Así, Cristo se muestra en medio de la comunidad y da la paz, pero no la paz que ofrece el mundo, sino aquella que es capaz de extirpar nuestros miedos, desesperación e inseguridades. Su resurrección ha abierto el cerrojo a la reconciliación perfecta entre los hombres y Dios: ha vencido el mal, el pecado y la muerte.
Dice Jesús: ¡Felices los que creen sin haber visto! Sin pretensión ninguna, como creyentes, no nos arrogamos estas palabras, pero, sin duda que es un acicate para nuestra fe en la resurrección. Sabemos que, por momentos, esta pierde la alegría de ser vivida y se contamina por los avatares del pesimismo y la falta de esperanza. Sin embargo, como creyentes no buscamos “ver o tocar para creer” ni ser incrédulos o críticos, pues exigir a Dios signos, prodigios o milagros para creer es, lisa y llanamente, tentar a Dios. Por eso, el gran desafío como creyentes es vivir ya como resucitados y poner al Señor como el centro de nuestro corazón y vida cristiana.
Jesús le dijo: «Ahora crees, porque me has visto. ¡Felices los que creen sin haber visto!» (Jn 20, 29).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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