El relato de hoy muestra cómo san Pedro recibe la revelación de que Jesús es el Mesías; pero lo que ve en el Maestro no es fruto de su inteligencia o conocimientos, sino del Espíritu Santo que es capaz de manifestar el ser de la persona de Jesús. Por eso, la pregunta de Jesús acerca de su identidad a sus discípulos tiene vigencia hasta hoy, puesto que, podemos ser como una piedra de tropiezo al no ver las cosas con los criterios de Dios; o ser auténticos cristianos, pero sin rechazar la cruz de cada día.
Al respecto Jesús pregunta: «¿Qué dice la gente sobre el Hijo del hombre? ¿Quién dicen que es?». Los discípulos recogen las impresiones de lo que han escuchado: Unos que Juan Bautista, otros que Elías, Jeremías y los profetas. Sin duda, que el pueblo ve en Jesús a uno más entre los grandes de la historia de Israel, y a pesar de ser afirmaciones positivas no se comprometen más allá. Todos ven en él a un modelo de humanismo, defensor de los pobres, la voz de los oprimidos o al mártir de la caridad. Lo mismo sucede hoy, algunos o muchos consideran a Jesús como a un grande, pero ese juicio es insuficiente si no se llega a la intuición de san Pedro: «Tú eres el Hijo de Dios, el Mesías, Salvador».
En efecto, no bastan los rasgos de grandeza humana de Jesús si no se confiesa su carácter divino. Porque si Jesús es puro hombre, entonces no puede salvar al ser «humano». Hoy son muchos los que se encuentran con Jesús, pero no quieren cambiar de actitud y terminan por hacerlo a su imagen y semejanza. No llegan a ser bienaventurados como san Pedro, porque se quedan solo con la grandeza humana de Jesús. Sin embargo, como discípulos de Jesús y por la gracia de Dios, somos invitados no solo a quedarnos en la humanidad de Jesús, sino también a proclamar, con fe, que él es «el Mesías, el Hijo del Dios vivo».
«Feliz de ti, Simón… porque esto no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en el cielo» (Mt 16, 17).
P. Fredy Peña T., ssp
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