P. Fredy Peña T., ssp
Nos dice el pregón pascual: “¡Exulten por fin los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, y, por la victoria de Rey tan poderoso, que las trompetas anuncien la salvación! Así se canta en la noche solemne de la Vigilia de la resurrección de Cristo, pues la Iglesia explota de júbilo para celebrar el triunfo de su Redentor. Porque con Jesús resucitado, la Vida ha vuelto a la vida. Él es la clave de todas nuestras certezas y así lo afirma el apóstol san Pablo: “Y si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana también la fe de ustedes. …Pero no. Cristo ha resucitado de entre los muertos, el primero de todos” (1Cor 15, 14. 20).
El relato de la resurrección nos hace comprender que este es un acontecimiento inesperado para María Magdalena, las mujeres y también para los propios discípulos de Jesús. Porque tanto los Apóstoles como las mujeres pensaban que todo había terminado con la muerte de Jesús, pues nunca entendieron las predicciones del propio Señor acerca de la resurrección. Sin la resurrección, todo sería cuesta arriba. Nada tendría sentido, pues aparecería como un acontecimiento dramático y un final sin esperanza. Sin embargo, no siempre resulta fácil creer en Cristo resucitado, aunque nos parezca una paradoja. Una prueba de ello es la gran resistencia de los discípulos para creer en la resurrección de su Señor. Nadie da crédito a lo que ven sus ojos: ni las mujeres, ni María Magdalena, ni los Apóstoles.
Cristo se nos “aparece” en nuestro peregrinar de la fe, pero lamentablemente no sabemos cuándo, cómo ni dónde reconocerlo, porque nos falta la confianza en él. Solo esa experiencia en el Resucitado nos puede llevar a una transformación interior. Porque el mensaje liberador de la Pascua no es otra cosa que la propia purificación del hombre o la liberación de sus pecados, pues la resurrección de Cristo termina con la angustia, la ansiedad, la depresión, los miedos… y nos dice: “pero tengan valor: yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).
“Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto”, (Jn 20, 2).