P. Fredy Peña T., ssp
El domingo pasado reflexionamos acerca de la fuerza y el dinamismo del Reino de Dios, expresado en las parábolas. Ahora el evangelio propone el milagro de Jesús al calmar las aguas y controlar la tempestad. Sin duda que Jesús se hace partícipe de la travesía, llena de peligros y conflictos. Toda la escena tiene carácter simbólico y catequético, puesto que permite buscar, descubrir y superar los conflictos que dificultan o tratan de sofocar el peregrinar de la comunidad, como también la vida de fe y su libertad.
En medio de la tempestad, los discípulos tienen la impresión de que Jesús es ajeno a sus dramas o dificultades: “¡Maestro! ¿No te importa que nos ahoguemos?”. Es un poco la sensación de los que no creen firmemente en la fuerza que llevan consigo en la barca. Si bien Jesús no es indiferente a la situación apremiante de sus discípulos, como a ninguno que aún conserva su fe, calma y ordena al mar: “¡Silencio! ¡Cállate!”. Es decir, el Señor tiene el poder de reducir, frenar y romper todo aquello que no contribuye al equilibrio, paz y armonía en la comunidad creyente.
Por eso, el problema no está en pedir a Dios y hacerlo parte de las dificultades, sino en verlo como un “mago” que soluciona todo y al cual los creyentes deben aferrarse como condición sine qua non para resolver con éxito los momentos difíciles o de crisis.
¡Cuántas veces sentimos que ya no podemos más! Pero él está a nuestro lado, con la mano tendida y el corazón abierto. A veces nos parece que nuestra Iglesia naufraga en la tempestad del mundo; pero cada vez que los hombres dudamos, se alza una voz que parece despertar de un largo sueño: ¡No temas, porque yo estoy contigo! (Is 41, 10). Cristo no es indolente a lo que nos pasa, al contrario, él duerme junto al timón, para que cuando la fe desfallezca y naufrague tome el timón de nuestra vida.
“Él increpó al viento y dijo al mar: ‘¡Silencio! ¡Cállate!’. El viento se aplacó y sobrevino una gran calma” (Mc 4, 39).