Como Iglesia, damos comienzo al tiempo litúrgico del Adviento, el cual es una preparación a la Navidad y cuya conmemoración pregona la primera venida del Hijo de Dios al mundo, como también la espera de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos. Las palabras de Jesús a sus discípulos no son una amenaza para vivir angustiados ni aterrados sino para estar atentos y vigilantes y para saber reconocer al Señor, que está entre nosotros. Jesús no pretende ser un alarmista, solo intenta señalar la futura destrucción de la ciudad de Jerusalén, que es presentada como el modelo de lo que debiera ser el juicio de Dios. Además, al citar el diluvio y Noé, Jesús buscaba que sus seguidores asumieran esos “presagios” no como un castigo de Dios sino como una nueva creación.
También hoy aparecen “profetas” que predicen, alertan y amenazan con catástrofes políticas, económicas y naturales. ¿Habrá que tomarlos en serio? Quizá tengan razón; sin embargo, nuestra actitud de creyentes ha de ser como aquel que, ante los “imprevistos”, mantiene la cordura, la serenidad y no se deja desalentar por ninguna desgracia, pues está convencido de que “todo” está en las manos de Dios. Nos dice la reflexión bíblica que Dios salvó a su pueblo de grandes catástrofes, como lo hizo con el propio Noé (cf. Gn 6-7). Es cierto que todo aquello que tenemos ante nuestros ojos desaparece porque la vida se escapa y, en ese sentido, nadie sabe lo que sucederá mañana.
Sin embargo, el creyente confía en que, aunque parezca que todo está perdido, quien lo conduce por el camino del bien al encuentro definitivo, con todos y todo, es el propio Dios. Por eso hay que permanecer más “expectantes” que “vigilantes”, para no caer en el desgano de vivir, y tomar a Cristo en serio porque a partir de su resurrección el Señor ha comenzado a llamarnos para recibirlo en su palabra, en los sacramentos y en las personas con quienes convivimos.
“Estén prevenidos, porque ustedes no saben qué día vendrá su Señor” (Mt 24, 42).
P. Fredy Peña T., ssp