A lo largo de su viaje a Jerusalén, Jesús quiere ir en búsqueda de los que se encuentran perdidos o sumidos por su pecado. Zaqueo, que significa el “puro”, corona su deseo de conocer al Señor pero también coincide con el “querer” de este, ya que el Señor desea alojarse en casa de alguien considerado un “traidor”. ¿Acaso es Zaqueo un pecador irremediablemente perdido? Luego de este “encuentro” y hospitalidad a Jesús, se abre una oportunidad de salvación para Zaqueo. Salvación impensada para el pueblo de Israel, puesto que este “pecador” merece el peor de los castigos. Sin embargo, Zaqueo supo acoger a Jesús y le dio una buena hospitalidad, la cual era considerada “sagrada” en esa época. No le ofrece cualquier hospitalidad sino aquella sencilla, simple y generosa del anfitrión que hace lo imposible para que el que llega se sienta como en su casa.
Jesús posiblemente conocía a Zaqueo, pues al verlo trepado en el árbol lo llama por su nombre. Sin duda que había un recíproco interés por saber quién era Jesús y, por otro, quién era Zaqueo. Pero la mirada de Jesús va más allá de un simple conocimiento, pues él quiere llegar al corazón de este hombre, considerado un corrupto, explotador y odiado por el pueblo. ¿Qué pudo ver Jesús en Zaqueo para hospedarse en su casa? ¿No había en Jericó personas más dignas para hospedarlo? Probablemente no vio nada en particular, pero sí vislumbró la posibilidad real de su cambio de vida y por eso decidió hospedarse en su casa.
Esa posibilidad de cambio fue radical: Zaqueo dio la mitad de sus bienes a los pobres e indemnizó a los que había explotado y extorsionado mediante el robo. Por amor al Señor, ayudó a los más desposeídos, pero no como el propietario necio, sino como el administrador prudente que se hace rico para el Reino de Dios.
“Porque el Hijo del hombre vino a buscar y a salvar lo que estaba perdido” (Lc 19, 10).
P. Fredy Peña T., ssp