P. Fredy Peña T., ssp
Por tercer domingo consecutivo, abordamos el discurso de Jesús acerca del Pan de vida para dejarnos catequizar por él. Y es que su discurso está polarizado en torno a dos grandes ideas: la exigencia de la fe y el rechazo de esta por parte de la gente, pues estos últimos aún no entienden aquello de que él es el revelador del Padre o que es el pan bajado del cielo. Tanto es así, que sus paisanos se preguntan, por ejemplo, ¿cómo puede venir del cielo si conocen a su padre y a su madre? Es más, lo consideran que es uno como ellos y por estas razones le piden un signo.
Sin embargo, Jesús exhorta a no continuar “murmurando” y pide una fe incondicional, no basada de condicionamientos o exigencias: “Danos un signo para creer”. Su llamado es a tener una fe que supere los cálculos cerrados y nos dice: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me envió”. De este modo, la fe no depende de la iniciativa humana ni de sus méritos, porque es ante todo un llamado interior que el Padre suscita en el corazón. Además, no se trata de un determinismo o predestinación, ya que Dios jamás impone nada y no es arbitrario, sino que él llama y el hombre responde libremente. Solo la fe permite descubrir la verdadera identidad de Jesús, fe que no tenían sus contemporáneos, porque veían en él solo al hijo de una familia de Nazaret. Así, la fe es un venir a él y creer que él es el pan del cielo que da vida, sobre todo en cada Eucaristía.
Por esta razón, cabe preguntarnos: ¿Cómo recibo al Señor en cada comunión? Porque si lo hago con verdadera fe, devoción y amor, producirá en mí frutos de Vida eterna. Pero si lo recibo de modo indigno, distraído, con el corazón tibio o mediocre, es obvio que no me aprovechará para nada. Decía el santo cura de Ars: “¡Qué alegría para un cristiano, cuando al retirarse de la sagrada Eucaristía, se lleva consigo todo el cielo en el corazón!”.
“Todos serán instruidos por Dios. Todo el que oyó al Padre y recibe su enseñanza, viene a mí” (Jn 6, 45).