La enseñanza de Jesús sobre la boda del hijo del rey es como un anuncio profético de la muerte que él experimentará, como también de la respuesta que darán los que aún no creen –los paganos– en el advenimiento del Reino de Dios. De la parábola se desprende que el rey es Dios y que su hijo es Cristo. Los servidores son los profetas, que invitaban constantemente al pueblo de Israel a entrar en el banquete de Dios, es decir, a ser fieles a la Alianza que él había pactado con ellos desde los tiempos de Abraham y de Moisés.
En reiteradas ocasiones, la Sagrada Escritura articula la imagen del banquete como signo de la comunión de Dios con el hombre. Pero los invitados –el pueblo de Israel– no le obedecen a Dios; es más, algunos tuvieron la osadía de rechazar e incluso de matar a los profetas. No obstante, la negativa de los invitados descorteses y de los nuevos convidados pregona lo vivido por el pueblo de Israel, es decir, los que creían en la llegada del Reino de Dios y los que la rechazaban. Sin embargo, ¿por qué Jesús compara su Reino a un banquete de bodas? Porque una boda es siempre un gran acontecimiento y motivo de alegría para los papás, los familiares, los amigos y los convidados al banquete.
Jesús también tenía experiencia de aquellos invitados que vendrían, pero algunos pretendían ir sin el traje de boda. Los llamados han preparado su traje siendo fieles a Dios. Sin embargo, la conducta de algunos que dicen creer no se condice con su fe. Por tanto, es indispensable entrar con el traje adecuado al banquete que Cristo invita: “Vivir la fe con amor y en sintonía con Dios”. Sabemos que la comunión eucarística exige la fe, pero con amor; de lo contrario, es una fe muerta.
“Porque muchos son llamados, pero pocos son elegidos” (Mt 22, 14).
Fredy Peña Tobar, ssp
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