La Iglesia dedica este domingo a la contemplación del misterio central de nuestra fe: la Santísima Trinidad. En efecto, es uno de los más relevantes y el más cercano a Dios mismo, porque se refiere a la intimidad de Dios. Por eso la comunidad cristiana se reúne en torno a él para celebrar la fe y el amor que le profesamos. En este sentido, la Santísima Trinidad es la mejor comunidad, puesto que allí se da la unión, comunión y participación entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Como cristianos, por tradición, siempre nuestras oraciones, reuniones y actividades pastorales comienzan con la invocación casi inconsciente: En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Todo está bendecido y encomendado a nombre de la Santísima Trinidad. Es decir, el misterio trinitario revelado por Jesucristo se convierte en una “confidencia” de Dios al hombre. Confidencia que nos deja como absortos, perplejos y, por momentos, sin explicación. Quizás, como creyentes, nos hemos quedado en el plano de comprender a cabalidad de por qué siendo tres personas distintas son uno y siendo uno son tres. Se nos olvida que Jesús no reveló este misterio trinitario para satisfacer una simple curiosidad intelectual, sino para participar de la vida trinitaria con el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.
Por eso esta revelación, más que ser explicitada, ha de ser asumida como la expresión del amor de Dios a los hombres y viceversa: Tanto amó a Dios al mundo que entregó a su Hijo… El don de Dios es su Hijo que pasó haciendo el bien y murió por amor a la humanidad para un mundo más justo, solidario, fraterno como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo quieren. Asumir este compromiso potencia la vida cristiana, estimula la convivencia fraterna y plasma la propia misión trinitaria de crear, redimir y santificar.
Todo lo que es del Padre es mío. Por eso les digo: Recibirá de lo mío y se lo anunciará a ustedes (Jn 16, 15).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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