El evangelio de hoy muestra a María y a José llevando al Niño Jesús hacia el Templo para presentarlo. Y como signo de su pobreza, ofrecen a Dios, según la costumbre, un par de tórtolas y no un cordero como lo hubiesen hecho unos padres ricos. Así, Jesús fue entregado por sus padres al Padre. Sin embargo, en el rito interviene Simeón, un hombre justo y piadoso que esperaba la consolación de Israel y el Espíritu Santo estaba con él. Él representa el testimonio de los pobres que luchan por la sociedad justa. Su cántico resalta que Jesús es el Siervo de Yahvé prometido por Isaías y que será la luz que ilumina a todos los pueblos: “El pueblo que caminaba en tinieblas ha visto una gran luz”.
Sabemos que una de las particularidades del creyente pasa por su capacidad de ver, de contemplar en medio de sus “oscuridades”, la luz que Cristo viene a ofrecer. Por eso es importante que, a la luz de la fe, sepa cómo mirar, discernir y contemplar la presencia viva de Dios en medio de su vida y su entorno. Y en este sentido, al igual que Simeón, debe ser consciente de que, al ser iluminado por Dios, está llamado a practicar la justicia que trae consigo alegrías –quizás las menos–, pero también divisiones y sufrimientos. Sufrimientos de los que María sentirá en su misma carne: “y a ti misma una espada te atravesará el corazón”.
Muchas veces, con el devenir y la agitación del día, como creyentes, no nos dejamos que Dios ilumine nuestras vidas. Vivimos pensando en mil problemas, dificultades, responsabilidades, y nos ahogamos en el egoísmo. Sin embargo, Jesús, que es luz, no quiere ser un signo de contradicción, sobre todo para los que lo ven como un enemigo. Porque solo el alma desprendida, pobre y generosa es capaz de ver en él a alguien en favor del más débil, solo y sin amor. Por eso, únicamente, quien se deje “iluminar” por Jesús podrá creer en un camino nuevo hacia una auténtica “felicidad”.
“Ahora, Señor, puedes dejar que tu servidor muera en paz, como lo has prometido, porque mis ojos han visto la salvación” (Lc 2, 29-30).