El ciego de Jericó es un modelo de oración, de fe y de responsabilidad para seguir a Jesús. Su curación constituye el último milagro en el evangelio de san Marcos, pero que expresa el auténtico mesianismo de Jesús y que manifiesta la aceptación del sufrimiento por el amor. Porque Bartimeo es un hombre sumergido en la oscuridad de su condición: excluido socialmente, un ciudadano de tercera o un impuro según la Torá. Él quería algo y lo pidió con todas sus fuerzas, incluso gritando, y Jesús no pudo seguir adelante, porque había alguien junto al camino que lo necesitaba. Entonces lo llamó y el ciego, arrojando todo lo que tenía, su manto, se puso en pie y acudió enseguida. Su abandono o despojo le permite pedir la luz que solo Dios le puede otorgar.
De este modo, Bartimeo es la antítesis de los discípulos que rechazan la cruz para solo buscar honores; es la antípoda de los que tienen dureza de corazón ante la fidelidad que demanda el matrimonio, la relación de trabajo, la propia amistad o las exigencias de seguir a Jesús. En nuestra sociedad, hay cristianos que se ocupan solo de su relación con Jesús, como una experiencia intimista, cerrada, egoísta y no escuchan el grito de muchos que sufren. El gran cáncer de nuestra época es justamente el de ser “indiferentes”, personas que no ven, no escuchan ni alzan la voz por nada ni por nadie. Viven una fe personalista o de un grupo; están contentos, pero sordos al clamor de tanta gente que necesita salvación. Incapaces de escuchar la voz de Jesús en el más débil.
Jesús, al despedirse del no vidente, le señala que su fe lo ha salvado, es decir, se ha producido una adhesión a Jesús: “Bartimeo tuvo fe y esa fe lo salvó”. Cualquier mendigo hubiera pedido una limosna, pero él expresó su fe en Cristo y se hizo discípulo. Jesús merece el seguimiento, porque él es la clave para ser feliz y entender las cosas de la vida y la plena salud-salvación.
«Jesús le preguntó: ‘¿Qué quieres que haga por ti?’. Él le respondió: ‘Maestro, que yo pueda ver’» (Mc 10, 51).