La resurrección de Jesús afecta en lo más profundo la vida del cristiano. Si no hubiese resucitado, todos tendríamos un final sin esperanza. Para María Magdalena y los discípulos, constatar la muerte de Jesús y la tumba vacía fue algo sorprendente, pero no entendieron las predicciones hechas por Jesús con respecto a su resurrección. Tanto la tumba vacía como las vendas en el suelo no son un elemento de prueba, pero sí un signo de que Jesús ha dejado la tumba y ha vencido la muerte. Sin embargo, su muerte no revestía algo absoluto y definitivo, puesto que él la vence, se levanta y entra en la Vida eterna.
No siendo testigos oculares de la resurrección, los cristianos creemos, apoyados en la autoridad de Dios, que la reveló y anunció al mundo en su Iglesia: con fe conmemoramos el pasado, con esperanza vemos el futuro y con amor vivimos nuestro bautismo en el presente. Sin la resurrección del Señor, nuestra fe en el pasado se derrumba, nuestra gozosa esperanza en el futuro se diluye y nuestras celebraciones en el hoy no tienen sentido.
La esperanza a la que Dios nos invita se sustenta en la verdad, que está muy bien expresada en la aclamación eucarística al Señor resucitado, Muriendo destruiste nuestra muerte, resucitando nos devolviste la vida. Es cierto que nadie puede escapar a la muerte, ya que es el acto supremo e inevitable de la vida terrena; por lo tanto, lo único que convierte a esta en tragedia es el pecado. Jesús, al vencerla, nos abrió el paso a la trascendencia y no al olvido, como también el camino de transición a una forma de vida sin fin cuya existencia no podemos ni imaginar. En tiempos donde pareciera ser que vivimos en tinieblas y oscuridad, la resurrección de Jesús anima e ilumina nuestra vida de fe como la salida del sol que anula y hace claros todos los malos presagios.
“Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos…” Jn 20, 9.
P. Fredy Peña T., ssp