Sin duda, la parábola de los talentos es un llamado a la responsabilidad de trabajar y obtener frutos para el Reino de Dios. A menudo nos hemos quedado más con su dimensión moral y poco hemos valorado lo que en ella se nos regala, “el propio Jesús”. Según la costumbre de la época, los hombres libres y ricos confiaban sus bienes frecuentemente a sus servidores o esclavos, los cuales debían hacerlos producir. Esos bienes, traducidos a “talentos”, no eran más que una medida de peso y un talento para la época, equivalía a seis mil monedas de plata o “denarios” (un denario era el salario de un día de trabajo).
En nuestro tiempo es comprensible que una persona quiera enriquecerse haciendo producir su capital, ya que en una cultura capitalista –como la nuestra– el dinero, bien ganado y habido, es prosperidad y estatus. En los tiempos de Jesús, los bienes eran limitados: se repartían entre las familias y no se podían aumentar. Además, la avaricia y la ambición eran pecados muy graves y el enriquecimiento rápido algo deshonesto. No pasa así con el dueño de los talentos –Jesús–, que valora y felicita a sus servidores por su producción.
Sin embargo, Jesús presenta una situación crítica, a un patrón exigente que reclama para sí una lealtad a toda prueba y afirma que en su Reino no hay medias tintas: o se está con él o no se está. Es verdad que el Señor demora en volver y no sabemos cuándo se dará su segunda venida; pero no deja de animar a quienes creen en él. Muchos de los que han creído, por diferentes razones, entierran sus talentos y no producen más frutos. No arriesgan nada por el Señor y viven sin ningún compromiso para con él. Lamentablemente, estos perderán la oportunidad de reconocer que la fe y la gracia en el Reino de Dios se multiplican acogiéndolas, custodiándolas y compartiéndolas.
“Porque a quien tiene, se le dará y tendrá de más, pero al que no tiene, se le quitará aun lo que tiene” (Mt 25, 29).
Fredy Peña T., ssp
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