Jesús nos pone en la disyuntiva de quiénes entrarán con él en el “paraíso”. Hasta el momento de su Pasión y Cruz, no dejó de pedir por quienes lo ofendieron y condenaron a una muerte injusta: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”. Su muerte en cruz es una muestra más de la intolerancia y la obstinación a la que puede llegar la razón humana. Lo mismo aconteció con su pueblo, que no reconoció cómo, en Jesús, Dios se les había manifestado en su totalidad.
Estando en la Cruz, Jesús fue objeto de toda burla por los líderes político-religiosos judíos y soldados. Esa sorna manifestaba de qué manera creían que sería el mesianismo de Jesús: “Que se salve a sí mismo, si es el Mesías… el elegido de Dios”. El título de “Elegido” lo asocian al siervo de Yahvé (cf. Is 42, 1), es decir, Jesús era el elegido de Dios, pero no en el sentido triunfalista de quien exige la vida de los otros para vivir, sino como aquel a quien el Padre eligió para salvar a los que habían sido puestos al margen: los pobres, los discriminados, los malditos, etcétera. Por medio del sufrimiento y la entrega de la vida, Jesús no buscó salvarse a sí mismo a cualquier precio, sino donándose para otros. Solo así se convirtió en un auténtico Elegido, Mesías y Rey de los judíos y de toda la humanidad.
Si Jesús vino para los más postergados, ¿quiénes entrarán con él en el “paraíso”? Al contestar al buen ladrón que desde ahora estará con él en su Reino, Jesús demuestra que la misericordia de Dios jamás se agota, siempre y cuando las personas estén dispuestas a recibirla. Por eso, en la cruz comienza la verdadera realeza de Jesús, porque la súplica del buen ladrón abre espacio para acoger el “clamor” de los más débiles de nuestra sociedad, por los cuales el Señor siente una gran predilección y reina con ellos a partir del amor que les tiene.
“Él le respondió: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso»” (Lc 23, 43).
P. Fredy Peña T., ssp