Una vez más, el Señor se vale de un banquete para indicar que, por medio de su muerte y resurrección, sus discípulos lo recuerden y perpetúen este último momento. La Última Cena va a ser el acto de ofrecimiento que reemplazará a cualquier otro pacto con Dios. Si la Alianza de Dios con el pueblo hebreo se selló, con la sangre de animales, en el Sinaí, ahora, en la persona de Jesús, sumo sacerdote y único mediador de la nueva Alianza, el nuevo compromiso se ordena al memorial de su persona, es decir, la eucaristía que Jesús instituyó mira hacia los días de su Misterio Pascual: su muerte y resurrección.
Sin duda que esta disposición tiene un carácter trascendental y salvífico, que se asemeja a un testamento donde más allá de señalar qué hacer con una herencia, este busca respetar la memoria de quien murió. Al Señor le ocurrió algo similar, no solo quería indicar a los discípulos que sería arrestado, flagelado, crucificado, para luego morir y resucitar, sino que también quería manifestar cómo permanecer con los suyos más allá de los límites del tiempo y del espacio.
Su presencia en el pan y el vino es el modo de cómo permanece en medio de la comunidad. Jesús ofrece su Cuerpo y su Sangre, que representan la totalidad de su persona. Donde el pan es figura del alimento cotidiano del hombre y el vino significa la fiesta alegre de sentirnos llamados a un banquete fraterno, donde Jesús se da como don, no porque seamos buenos sino porque él es pura misericordia. La eucaristía no es un recuerdo subjetivo o un estímulo moral, sino que se trata de la presencia real de su persona, de su acción salvadora, que es eternizada por su resurrección y que la hacemos vida cada vez que nos adherimos, no por cumplir sino por amor, a su mandato: “hagan esto en memoria mía”.
“Y les dijo: ‘Esta es mi Sangre, la Sangre de la Alianza, que se derrama por muchos…’”, Mc 14, 24.
P. Freddy Peña T., ssp