El episodio del Bautismo del Señor da inicio al Tiempo Ordinario o durante el año y se cataloga así porque en el transcurso de ese período no se celebra ningún aspecto peculiar del misterio de Jesucristo. Sin embargo, el relato evangélico no escatima en hablar del misterio que nos convoca y presenta el testimonio del Bautista con relación a la persona de Jesús, el Mesías. En efecto, este “testimonio” contempla: primero, la figura del Cordero de Dios; segundo, la ratificación del Bautista acerca de Jesús como el Hijo de Dios.
Con la imagen de Jesús como el Cordero de Dios… comienza su itinerario público. ¿Por qué esa imagen? Es sabido que en la antigüedad, cuando un pastor manifestaba su agradecimiento a Dios, por el aumento de su rebaño, escogía el cordero más hermoso y lo ofrecía sacrificándolo como una dádiva. Además, el cordero posee una actitud respetuosa, tierna, fiel y confiada con el hombre, actitud que encontramos en los gestos y las palabras de Jesús. Él es el hombre fiel hasta la muerte, el pacificador ante la violencia, el cercano y tierno que nos cautiva con su amor. No obstante, él no es únicamente una ofrenda del hombre a Dios, sino de Dios para el hombre, es decir, el sacrificio que Dios nos regala como don.
Dice el profeta que ese “don” es el Siervo de Dios que carga con los pecados del mundo (cf. Is 49, 1-7) y el propio Bautista confirma su carácter “redentor”, porque solo él nos aleja del pecado y nos conduce a una vida santa. Lamentablemente, el pecado es la carga trágica de nuestra libertad, porque es una realidad que nos afecta y limita: la violencia, la envidia, la injusticia, el abuso en todas sus manifestaciones, la manipulación, etcétera. Y lo peor es que para autojustificarnos recurrimos al “nadie es perfecto”, a la moral sin pecado o a la conciencia sin Dios. Por eso, solo Jesús restaura la condición del hombre para que sea santo y feliz.
“Yo lo he visto y doy testimonio de que él es el Hijo de Dios” (Jn 1, 34).
P. Fredy Peña T., ssp