Después del primer anuncio de la Pasión, Jesús se transfigura para predecir su gloriosa resurrección y confirma que es verdadero hombre y Dios. En la transfiguración están con Jesús Moisés, que es el libertador de Egipto y legislador del pueblo en el éxodo, y Elías, que representa a los profetas: famoso por sus milagros y fidelidad a Dios. Jesús aparece como quien posee la “gloria de la divinidad” y de eso son testigos la Ley y los profetas.
Por primera vez, el Maestro anuncia que debe padecer, morir y resucitar. Pero no es comprendido por los Apóstoles. Al contrario, estos se dejan llevar por el miedo y la perplejidad. La respuesta de Pedro responde a este sentimiento de temor y de cómo sus criterios no tienen nada que ver con el plan de Jesús. En la persona de Pedro está representados los creyentes, puesto que prefieren la comodidad de la montaña antes que bajar de ella para enfrentar los riesgos de la vida cotidiana. Queremos vivir la alegría de la “transfiguración”, pero sin pasar por el tamiz de la cruz. Por tanto, es imposible dar un salto cualitativo en la fe si no aceptamos el “sufrimiento” como parte de la precariedad humana.
Ante los problemas de la vida, inmediatamente renegamos contra Dios, porque pensamos que él nos abandona o porque por el hecho de creer en él debiéramos estar blindados o protegidos de todo mal. Sin embargo, no hay que cerrarse a esa presencia de Dios cuando las cosas no van bien, porque si solo se busca a Dios en la bonanza y la alegría, qué sentido tiene el sufrimiento. ¿Acaso Jesús no lo hizo parte de él? Él también quiere entregarnos su presencia iluminadora y amorosa aun en esas situaciones de apremio y desesperanza.
Por eso la transfiguración es un luminoso anuncio de que Dios nunca nos abandona, pues en aquel acontecimiento glorioso quedaron reflejadas las “heridas de su gloria”, pero también la “gloria de sus heridas”.
Entonces una nube los cubrió con su sombra, y salió de ella una voz: «Este es mi Hijo muy querido, escúchenlo» (Mc 9, 8).
Fredy Peña Tobar, ssp.