En la parábola del administrador infiel y sagaz, Jesús nos enseña cómo los hijos de la luz deben imitar la astucia y previsión que, en sus negocios, ponen los hijos de este mundo. Nos advierte ante el peligro del materialismo, que es una idolatría. Si bien el Reino de Dios es de los humildes y sencillos, eso no quiere decir que se puede construir a base de ingenuidad.
Este administrador es un hombre culpable que está con la soga al cuello, pero que en esa situación de apremio se asegura el futuro inescrupulosamente. Jesús destaca la astucia de este y nos insta a que ser discípulos suyos supone romper con la ganancia y la usura, permitiendo que los bienes sirvan para la construcción del Reino. En el caso del administrador, su oficio no era remunerado, tenía derecho a dar préstamos con los bienes de su amo y se pagaba aumentando, en el recibo, la cuantía de los préstamos. Pero en su acción, el administrador sagaz se estaba privando de su beneficio –como un usurero– de lo que había sustraído.
El llamado de Jesús a vivir la honestidad a toda prueba no es tarea fácil y nos lleva a revisar el cómo administramos las cosas que se refieren a Dios. Es cierto que como cristianos no ponemos tanto empeño en la vida espiritual como la que osó el administrador infiel en resolver su precaria situación, pero es evidente que vivimos en una parsimonia y mediocridad espiritual. Algunos dirán Yo no hago mal a nadie, pero no se trata únicamente de no hacer nada malo, sino de hacer el bien y a quién. Porque una cosa es hacer el bien a quienes queremos, otra es hacerlo también a quienes no queremos. Por eso, aprendamos del administrador sagaz, que se privó de lo que era suyo, para beneficiar a otros: el discípulo que no es desprendido no es digno de confianza y, por tanto, incapaz de decidirse por Jesús.
“Ningún servidor puede servir a dos señores, porque aborrecerá a uno y amará al otro” (Lc 16, 13).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.
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