En la persona de Jesús, Dios se manifiesta como alguien bueno, paciente y generoso. Su generosidad es tan grande que siempre espera el cambio de vida del hombre. Por eso es menester de cada persona alcanzar los frutos que Dios le pide y no hacer estéril su solidaridad.
En los tiempos de Jesús, era conocida la doctrina de la retribución basada en los méritos y se suponía que las fatalidades eran castigo que Dios daba a los culpables. Pero Jesús enseña que la desgracia de los galileos asesinados mientras ofrecen sacrificios en el templo o la muerte de aquellas personas por la caída de la torre de Siloé es fruto de las circunstancias y de la fragilidad humana, pero no de un Dios vengador ni menos castigador.
Cabe preguntarse entonces: ¿Qué son las tragedias humanas? ¿Por qué suceden? Dar con la respuesta correcta a estas interrogantes sería una pretensión; sin embargo, como creyentes estamos invitados a aceptar el proyecto liberador instaurado por Jesús y, en él, acontecen cosas buenas y las malas también. El problema es que siempre queremos que pasen cosas buenas, pero lejos de nosotros el fracaso, la muerte, la enfermedad, la pobreza o la propia desgracia. Hay que aprender que, en el camino de la fe, Jesús nos ofrece hacer la experiencia del “Dios solidario” en todo hasta el fin. Si el creyente no acepta esta “oferta”, entonces, se hará cómplice de sus propios miedos, inseguridades y desgracias: Para tener vida es necesario aceptar la “oferta” y confiar en Jesús.
Dios espera nuestra respuesta a su “oferta” y, como buen patrón, reclama los frutos que el pueblo de Israel, como higuera ociosa, no le dio. Pero Jesús sobrepasa las expectativas y apuesta por las personas más allá de lo que pueda parecer absurdo. Por ahora, queda por resolver si la “oferta” y la “solidaridad de Dios” hallarán reciprocidad.
“Señor, déjala todavía este año; yo removeré la tierra alrededor de ella y la abonaré. Puede ser que así dé frutos en adelante. Si no, la cortarás” (Lc 13, 8).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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