Sin duda que este es el día en que la Iglesia celebra la culminación del misterio redentor de Cristo, puesto que la resurrección supone la puerta de entrada y la motivación constante de nuestra esperanza y vida como creyentes. Porque este es el día en que actuó el poder de Dios: la institución del primer día de la semana como el “día del Señor”. Día en que María Magdalena, por la constatación del sepulcro vacío, aún tiene dudas; es más, teme que el cuerpo de Jesús haya sido robado. Lejos está para ella, y para muchos hoy, la idea de que el Señor haya resucitado.
Tanto para los Apóstoles como para María Magdalena el acontecimiento de la resurrección era impensable. Por eso, que no fue comprendido según las Escrituras, ya que según estas: Jesús debía resucitar de entre los muertos. No obstante, la constatación del hecho vino a iluminar la mente, el corazón de María Magdalena, de los discípulos y también del mundo cristiano.
Jesús ha recobrado la vida, pero es una vida “distinta” a la terrena, que supera nuestra imaginación y la capacidad de pensarla. Es una vida en la que el sudario y las vendas no tienen cabida, ya que la sola presencia del resucitado nos revela el sentido de su Pasión. Él está lleno de poder y este poder no consiste en juzgar, sino en perdonar y mirar con compasión lo que aflige al corazón del hombre. Por eso que la resurrección no es únicamente una fuente de fe, sino también de esperanza maravillosa y de gracia para la salud integral del creyente: física, emocional, mental, social y por su puesto espiritual.
La resurrección de Jesús es una verdad de nuestra fe en Cristo, que a la luz de la primera comunidad cristiana es creída y vivida (Cf. Catecismo Iglesia Católica 638). En efecto, el creyente no cree en la resurrección por el hecho de ser cristiano, sino porque “cree” en el acontecimiento de la resurrección es cristiano.
“Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 9).
P. Fredy Peña Tobar, ssp.