Sin lugar a dudas que el relato del ciego de nacimiento es un gran milagro, ya que es como un itinerario espiritual que va desde la oscuridad a la luz o de no creer a la fe en la persona de Jesús como el Señor de la historia. Aquel itinerario es el que realiza el propio ciego –y también cada creyente–, puesto que percibe en Jesús a un hombre común, luego a un profeta, para terminar adhiriendo: “Creo, Señor…”.
En la escena del milagro, Jesús es como la luz y el ciego está en búsqueda de la luz. Es el hombre sin fe que solo existe, pero no “vive”. A su vez, los fariseos son como la oscuridad, que rechaza la luz; y los padres del ciego son temerosos, pusilánimes e indecisos, porque viendo la luz, oscilan entre ella y la oscuridad. Pero el Señor está más allá de esas ambigüedades y realiza el milagro: hace barro con su saliva. Se creía que esta transmitía la vida o la creación del “hombre nuevo”. A su vez, los discípulos se preguntan el porqué de la ceguera: ¿quién ha pecado, él o sus padres? Sin embargo, el Señor no se rige por la mentalidad de su época, pues pensaban que esta enfermedad era producto de un pecado grave del ciego o de sus padres, es decir, en Jesús no existe el criterio “pecado-enfermedad es igual a castigo de Dios”. Para él, la ceguera no está ligada necesariamente a un pecado precedente, sino que constituye una oportunidad para que Dios manifieste su gracia y bondad.
No obstante, los fariseos, que observan con intención y no ven con atención, se defienden e insultan al ciego expulsándolo de la sinagoga. Una vez más, su actitud confirma que la ideología religiosa siempre termina matando el espíritu. Y es que con ciegos, sordos e indecisos no hay “milagro” que baste. Por eso, ¿dónde nos situamos?, ¿en los ciegos espirituales, como los fariseos, que pudiendo ver no quieren ver, o en el ciego, que vio a Jesús y confesó su fe en el Hijo del hombre?
“Si ustedes fueran ciegos, no tendrían pecado, pero como dicen: ‘Vemos’, su pecado permanece” (Jn 9, 41).
P. Fredy Peña T., ssp
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