Jesús se presenta como el hombre nuevo, capaz de vencer al tentador y ofrecer la nueva Alianza para el mundo, que es el «Reino de Dios». Se ha cumplido el comienzo de una nueva etapa, en la historia de la salvación, donde el Reino de Dios no es un lugar, sino una experiencia de vida según los valores del evangelio, es decir, vida, justicia, solidaridad, fraternidad, misericordia y paz. Sin olvidar y teniendo en cuenta, que es la presencia de Jesús la que hace cercano su reino. Por eso que su llamado, «conviértanse» no es otra cosa que volver a Dios y creer en la Buena Noticia.
Al ser impulsado por el Espíritu, Jesús va al desierto. Los cuarenta días en él no son un tiempo cronológico propiamente dicho, sino «tiempo y lugar teológico». En efecto, inaugura un nuevo y definitivo éxodo, que se plasma en sus palabras y acciones. No obstante, ¿por qué se introduce en el desierto? El desierto, en la Biblia, es el lugar del noviazgo de Dios con su Pueblo; pero también el de las tentaciones. Jesús, al ser tentado, asume las fragilidades humanas de la debilidad, de la prueba y el sufrimiento.
Sin embargo, al vencer las tentaciones, inaugura nuevas relaciones de las personas entre sí y con toda la creación, hasta ser servido por los ángeles, es decir, es sostenido por el propio Dios. Así, el Reino de Dios se ofrece por iniciativa divina, que si se recibe entonces es posible la conversión de vida. Es cierto que hablar de conversión, en nuestro tiempo, no es tarea fácil. Es casi como un martirio interior. Porque nos exige ser honestos, veraces, fieles, generosos y actuar con recta intención siempre. Sucumbir a estos valores siempre es más que una tentación, porque nos obliga a ser como Jesús. En efecto, de nada serviría la esperada «salvación» si quienes la anhelan continúan esclavos de su pecado y no quieren convertirse.
«En seguida el Espíritu lo llevó al desierto, donde estuvo cuarenta días y fue tentado por Satanás», (Mc 1, 12-13).
P. Fredy Peña T., ssp
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