La región de Cesarea de Filipo es testigo de un momento relevante en el itinerario misionero del Señor. Ante la multitud que continúa sin saber quién es él, los Apóstoles dan un paso importante y confiesan que Jesús es el Mesías, (el Cristo, en griego, que significa, Ungido). Pero para llegar a esa confesión de fe, manifestada por Pedro, han tenido que reflexionar mucho, ya que se han hecho eco de la opinión popular, que acerca de la identidad de Jesús se formulaban variadas versiones. Algunos creían que era Juan el Bautista, aquel santo que había vuelto del lugar de los muertos. Otros, pensaban que era Elías y había regresado como precursor del Mesías para empuñar su espada expulsando a los romanos y al mundo pagano. Y también aquella visión más popular que veían en Jesús a un hombre de Dios, poderoso, sabio y “liberador”. Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?, la confesión de Pedro es la respuesta perfecta
y acertada, pero se diluye, porque queda en el “discurso políticamente correcto”. Sin duda que el Espíritu Santo instó a la confesión de fe, pero Pedro aún no “comprendía” la identidad y misión de Jesús. Es como ocurre con la fe de quienes profesan a Jesús como el Señor y Mesías. Pero cuando este Dios no responde a sus expectativas, ruegos y deseos entonces seguirlo tiene más pesares que alegrías y el cargar la cruz por amor a Jesús pierde todo atractivo y sentido.
El que quiera seguirme… que cargue con su cruz…, son palabras duras que posiblemente ponen a dura prueba la fe de cualquiera. Pero ¿qué significa renunciar a sí mismo? Es dejar las propias aspiraciones personales de triunfo y manipulación. Es buscar la voluntad de Dios y no lo que cada uno quiere y desea. En efecto, negarse a sí mismo, es el auto abandono despersonalizado para alcanzar la liberación y la santificación.
«El que quiera venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga…», (Mc 8, 34).
Fredy Peña Tobar, ssp.
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