La fiesta de la Ascensión de Jesús es la fiesta del hombre: en Cristo, nuestra cabeza, se anticipa nuestra glorificación.
Por habernos sumergido tanto en las cosas terrenales, hasta olvidar nuestro destino definitivo. Por descuidar nuestros deberes cotidianos, lugar de nuestra respuesta al amor de Dios.
El cristiano no debe preocuparse por el retomo físico de Cristo: con la fuerza del Espíritu Santo debe ser su testigo hasta que vuelva. Es el tiempo de la misión.
El apóstol invoca la luz del Señor para que podamos comprender las maravillas realizadas en Jesús resucitado y elevado a los cielos. En él, se anticipa lo que acontecerá también en nosotros.
Con el ofrecimiento del pan y del vino, “frutos de la tierra y del trabajo de los hombres”, anticipamos, en esperanza, el cielo nuevo y la tierra nueva.
Cristo recibido en su cuerpo es el pan que alimenta nuestra peregrinación hacia el Padre Dios.
Cristo, con la Ascensión al Padre, no abandona al mundo. Su presencia sigue entre nosotros, en la comunidad cristiana, en la eucaristía, en su palabra, en los pobres. Por medio de nosotros continúa su obra salvadora.